EL SACRIFICIO DE MAMÁ

Un día antes de la muerte de mi madre, ella misma me llamó para que estuviera a su lado. Mi teléfono sonó y su voz cansada me dijo que se sentía mal y que quería verme. Ella no estuvo conmigo desde que era muy pequeño, solo aparecía una vez al año, inicios de noviembre, por eso estuve tentado a decirle que no tenía tiempo, sin embargo, al final le respondí que sí.

Llegué a su casa al medio día. La mujer que me dio la vida vivía en una construcción deslucida, con fachada en obra negra y un espacio donde alguna vez debió haber estado un jardín, pero que ahora era un pedazo de tierra seca. La puerta tenía rayones de grafitti que nunca nadie limpió y los adolescentes lo tomaron como un permiso para seguir pintando cosas ininteligibles.

Si por el exterior sentí pena, el interior me causó un escalofrío. Había basura por todos lados y los muebles eran tan viejos que a algunos se les estaba cayendo el polvillo característico de la polilla. La cocina tenía cientos de trastes sucios y el baño, a pesar de estar cerrado, despedía un aroma putrido. Al fondo, en una puerta de color azul, se leía el nombre de mi mamá. Fui hacia allá y toqué.

Mi madre preguntó si era yo y le respondí desde el otro lado que sí. Su voz, antes cansada y triste, se alegró de una manera indescriptible. Me solicitó que pasara y me pidió perdón por lo desarreglado que estaba su hogar. Yo no hice comentarios al respecto. Tenía muchos sentimientos metidos en el pecho. Entonces mi madre comenzó a hablar:

—Hoy tengo más que unas horas para estar contigo —declaró—, y las usaré para decirte la verdad, pero antes cuéntame, ¿cómo te va?

Inmediatamente un rencor enorme me subió por el estómago y comencé a narrar:

—Bien, me va bien. Como me dejaste con mis abuelos paternos no me falta nada —expresé aquello con saña—. Ellos me han dado todo lo que necesito, desde la calidez de una familia hasta la educación más adecuada. Me titulé como abogado hace un año y a fines de este planeo pedirle matrimonio a la mujer que amo, espero poder formar un hogar tan hermoso como el que mis abuelos me mostraron.

—Ya veo —susurró mi mamá con pesar—. Me habría gustado estar en todos esos momentos, pero no podía. Nunca habría podido.

—Hay cosas que no se resuelven con «poder», sino con «querer». El que no quiere hacer las cosas, aunque pueda hacerlas, no las hará.

—No, hijo, no podía. Tu padre era un maravilloso hombre, pero pertenecía a esa familia horrenda a la que tú amas. Nunca me aceptaron. Cuando tu papá falleció en un accidente de tránsito y me dejó desamparada, lo primero que hizo tu abuela fue correrme de su casa. Luego pasó el tiempo, me enteré de que estaba embarazada y un día ella me vio. La rabia le puso el rostro morado, pero se acercó a mí y me ofreció volver a su domicilio para que tú nacieras en el seno de un hogar con todas sus letras. Vaya engaño…

Al oír aquella narración desconocida, el corazón se me desbocó. ¿Por qué esa mujer enferma me decía todo eso? ¿Cuál era su fin? ¿Quería dejarme aún más rencor en la cabeza? De momento no pude responder, así que la dejé hablar.

—El día en el que naciste me di cuenta de lo difícil que era tener a un bebé. Tuve una hemorragia y quedé muy débil, pero lo único que deseaba era sostenerte entre mis brazos y ver tu cara. Tu abuela no me dejó. Desde ese instante te abrazó y no te soltó. Buscó a una nodriza que te alimentara y me dijo que me sacara la leche y la tirara. No sé cuánto grité, lloré e imploré, sin embargo, al final, lo único que recibí fue desprecio. Pronto intuí que me sacarían de la casa y me ofrecí a ser una de las sirvientas, propuse que no me dieran sueldo, todo con la condición de verte, aunque sea de lejos. A todo me dijeron que no.

—¿Te estás inventando esto? ¿Por qué no usas los últimos días de tu vida para perdonar y expiar tus errores en lugar de mentir sobre algo tan delicado? Te reconozco como madre porque tú me tuviste, pero no fuiste mi madre cuando más lo necesité. A lo largo de mi vida no he tenido mamá, solo abuelos.

—Lo sé, y me duele tanto. Me dolerá incluso cuando ya no esté aquí. Por favor, sigue escuchándome. Tal como lo proyecté, me echaron de la casa. Una mañana hallé una maleta en la entrada y a tu abuela, mirándome con desprecio. «Lárgate, no vuelvas jamás o terminarás en la carcel por robo, a mi nieto no le va a faltar nada», eso fue lo que me dijo. Ni siquiera me pude despedir de ti. En los días siguientes no me aparte de la reja. Lloré, grité y me desmayé de hambre. La policía llegó unos tres días después y tu abuela me tuvo que recibir. Por primera vez te pude cargar. Eras un bebé hermoso, supe que serías muy guapo al crecer y no me equivoqué.

»La policía obligó a tu abuela a dejarme estar contigo, pero esa mujer no cesó en su empeño por alejarme de ti. Un día, mientras te estaba alimentando, se acercó a mí y me habló: «Te propongo un trato, déjame al bebé, yo me haré cargo de él y tú puedes venir a verlo una vez al año. Si te niegas y decides permanecer aquí, a él y a ti les ocurrirán cosas terribles, las cuales no pienso atender». Le dije que no. Me negué a creerle. Esa noche las escaleras que conducían a la planta baja estuvieron mojadas y cuando pretendía ir al baño me caí.

»Mis gritos resonaron en esa casa donde has crecido, pero nadie acudió. Me levanté con dificultad y volví a tu lado, me acosté para descubrir al día siguiente numerosos moretones en mi cuerpo. Esa misma mañana noté que tenías fiebre, ¿cómo pasó? No sé. Llamé al doctor e imploré que acudiera, pero siempre respondió su asistente que el médico no estaba disponible. Hacia el medio día me atacó un mareo y para la tarde tanto tú como yo habíamos sacado del estómago hasta el último resquicio de comida.

»Al amanecer, sintiéndome débil y viéndote a ti pálido, bajé al recibidor y llamé a tus abuelos, les rogué ayuda. No salieron. La casa parecía estar vacía. De repente, un agudo dolor en los brazos me obligó a ponerte en un sofá y cuando giré la cabeza vi a tu abuela sosteniendo a una muñeca.

»Al juguete le estaba doblando los brazos hacia atrás. Luego noté que también tenía un muñeco más pequeño, con la forma de un bebé, y que llevaba el estómago apretado con una cuerda que casi parecía romperlo por la mitad. Enseguida me señaló: «Sacrifica tu presencia en esta casa, tu felicidad, y entrégame todo lo bueno que te pueda pasar, si lo haces y dejas aquí al niño, me encargaré de que su vida brille, de que sea exitoso y nada le falte. Además, alégrate, te dejaré verlo una vez al año para que sepa por qué no debe de estar con su madre».

»Dado que no respondí, porque la ira me impedía hablar, tu abuela sujetó al juguete más pequeño y le jaló más la cuerda. Tu llanto, tu sufrimiento y tus lágrimas me destrozaron por completo. Así fue como le dije que sí. Acepté. De inmediato el dolor se fue, dejaste de llorar y yo tuve que subir a la habitación que me dieron para recoger mis cosas. Al salir, por mera curiosidad, me acerque a la habitación de tus abuelos y vi a esa mujer poniendo los muñecos dentro de su ropero, hasta abajo, en una esquina. Tú ya estabas en una cuna junto a su cama.

»No me pude despedir, por segunda vez. Me marché y con eso cerré el trato. Año con año te visité puntual, pero no fui capaz de ofrecerte nada más que unas horas de compañía. Nada bueno me pasó luego de dejar la casa. Mientras tú sacabas notas excelentes yo perdía dinero. Tú te graduabas al tiempo que a mí me hacían un fraude. Tú empezaste la secundaria y a mí me atropellaron, estuve tres meses en el hospital. Cuando entraste a la preparatoria conocí a una persona que parecía buena, pero un día desperté y él ya no respiraba. Tengo deudas por todos lados. Mi casa nunca puede estar limpia. La embargó hace un mes el banco. Sin embargo, tú ya eres un abogado, saber eso me hace muy feliz… Si lo que dijo tu abuela fue verdad y sacrificar mi felicidad te dio a ti mucha alegría, por mí está bien…

Tras esas palabras mi mamá cayó en un sopor tranquilizante y más tarde su cuerpo se relajó. La estuve mirando sin saber qué hacer ni qué pensar con respecto a su relato. Reflexioné en cuántos accidentes tuve y concluí que ninguno, tampoco me enfrenté a problemas económicos ni a líos con gente peligrosa. Mi novia era una mujer maravillosa, mis abuelos, aunque ya eran muy ancianos, siempre me mostraron su amor. Mi mamá falleció al atardecer y yo mismo gestioné el trámite para cremar su cuerpo. Los servicios funerarios actuaron de inmediato e hicieron las notificaciones legales pertinentes. Al día siguiente, la urna con las cenizas de mi mamá fue colocada en una zona especial del cementerio local en donde puse un retrato suyo y ramo de flores blancas.

Más tarde, sin decir nada, regresé a mi casa y entré a la habitación de mis abuelos. Desde que recordaba, nunca cambiaron los muebles ni el arreglo general, así que mientras mi abuela dormía, abrí su ropero y el impacto me dejó la mente en blanco. Al fondo, en la parte de abajo, había dos muñecos de trapo, uno aludía a una mujer y el otro a un bebé. La tela estaba tan vieja que tenían unas secciones rotas. Tomé con cuidado el juguete con forma de bebé y le quité un mechón de cabello, luego lo guardé dentro de mi saco. La muñeca ahí la dejé, ya no podía hacerle daño a nadie.

En mi habitación, mirando el diminuto artilugio infantil, por fin lloré. Elevé varias plegarias para que mi madre en el Más Allá encontrara la tranquilidad que nunca tuvo y pedí, que de una u otra manera, mi abuela pagara por los pecados que cometió contra dos inocentes: mi mamá y yo. En los meses siguientes, como designio divino, a mi abuela le diagnosticaron una dolorosa enfermedad, la cual la hizo gritar de día y de noche hasta su deceso. Quiero pensar que con eso cubrió la crueldad con la que obligó a mi madre a sacrificarse por mí.

En la actualidad mi abuelo ha perdido la memoria por senilidad, soy el dueño de sus negocios, recibo sus ganancias, me entregaron las escrituras de la casa y estoy forjando una provechosa carrera como abogado, al parecer, después de trascender, las bendiciones entregadas por mi querida madre todavía me alcanzan.

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