MARIO Y EL FRIO DE LA MORGUE

Una densa niebla envolvía el edificio de la morgue, como si el mundo exterior se hubiera desvanecido en un limbo gris. El silencio era total, roto solo por el eco distante de alguna puerta chirriante o el zumbido constante de las luces fluorescentes que parpadeaban con una cadencia irregular. Era un lugar donde la muerte residía, pero, en esa noche en particular, parecía que algo más había encontrado refugio allí.

Mario, un empleado nocturno, se paseaba por los pasillos fríos. Las baldosas blancas y grises brillaban con la luz pálida, y el olor a desinfectante apenas conseguía disimular el rastro tenue de descomposición. Como cada noche, tenía que realizar su última ronda antes de encerrarse en su pequeño cubículo para esperar el amanecer. Había trabajado allí durante años, y el miedo a los cuerpos inertes hacía mucho que había desaparecido. Sin embargo, esa noche se sentía diferente. El aire estaba cargado, denso, como si una presencia invisible estuviera observándolo.

Al entrar en la sala de autopsias, el sonido metálico de su carrito de herramientas rompió la calma. Sobre la fría mesa de acero, yacía un cadáver cubierto por una sábana blanca. No era extraño encontrar un cuerpo allí. Lo que sí era extraño era que no recordaba haber dejado uno en ese lugar cuando terminó su turno anterior. Frunciendo el ceño, Mario se acercó. El leve tintineo de sus llaves resonó en la estancia.

Levantó la sábana lentamente, solo para ver el rostro de un hombre que no reconocía. Sin embargo, había algo inquietante en su expresión: la boca estaba torcida en una mueca, como si hubiera muerto en medio de un grito. Los ojos, abiertos de par en par, parecían mirar directamente a Mario, congelados en un terror perpetuo. Aunque había visto muchos cuerpos, algo en este lo hacía sentir incómodo. Era como si ese grito silencioso estuviera destinado a él.

De pronto, el frío de la morgue pareció intensificarse. Mario respiró hondo y volvió a cubrir al cadáver, intentando apartar el miedo irracional que comenzaba a apoderarse de él. Mientras retrocedía, el sonido de un golpe seco resonó en la habitación. Giró la cabeza rápidamente, pero no había nada. «Solo el eco», pensó, aunque su corazón comenzó a latir más rápido. Pero entonces, el sonido se repitió. Esta vez no había duda: venía del interior de uno de los cajones refrigerados.

Con las manos temblorosas, se acercó a la pared donde los cuerpos eran almacenados, cerrados tras gruesas puertas de metal. Uno de los cajones vibraba ligeramente, como si algo dentro intentara salir. Mario tragó saliva. Era imposible. Los muertos no volvían a la vida. Sin embargo, allí estaba, ese persistente ruido, ese golpeteo rítmico.

Tomando aire, se acercó al cajón y deslizó el pestillo. El metal crujió, y con esfuerzo, tiró de la puerta. Lentamente, el compartimento se abrió. El cadáver dentro estaba tan inerte como siempre, pero el sonido continuaba. No provenía de ahí. En ese momento, las luces comenzaron a parpadear violentamente, y un susurro, apenas audible, recorrió la habitación.

—Mario…

Se quedó congelado. Ese susurro… No podía ser real. Volvió la vista hacia el cuerpo en la mesa, pero este seguía cubierto. A pesar de eso, sentía que algo había cambiado. Una sensación de peso en el aire, una presencia que no estaba antes. De repente, escuchó pasos, lentos, arrastrados, acercándose por el pasillo exterior. Pero no había nadie más en la morgue esa noche.

Corrió hacia la puerta y la cerró con fuerza, su respiración ahora acelerada. Miró a su alrededor, buscando una explicación racional. Quizás era el cansancio, la soledad… Pero los pasos seguían, más cerca, más resonantes. Un golpe brutal sacudió la puerta, y Mario retrocedió instintivamente.

—Mario…

El susurro ahora era un grito bajo, reverberando en su mente. La puerta volvió a sacudirse, esta vez más fuerte. Y entonces lo vio: una figura oscura se proyectaba bajo la rendija, como si alguien estuviera de pie al otro lado. Pero las sombras parecían moverse con vida propia, ondulando como humo.

El golpeteo en los cajones volvió, uno tras otro, como si los muertos dentro intentaran salir. Los susurros aumentaron en intensidad, rodeándolo, llenando la habitación con una cacofonía de voces. Desesperado, Mario corrió hacia la salida de emergencia, pero las luces estallaron en un destello cegador, dejándolo en la oscuridad total. Los pasos, los golpes, los susurros… todo cesó de repente. Un silencio absoluto reinó durante unos segundos.

Y luego, en la oscuridad, sintió un aliento frío en su nuca.

—Mario… hemos estado esperando.

Algo lo agarró por los hombros y, antes de que pudiera reaccionar, fue arrastrado de vuelta hacia la sala, hacia los cuerpos que lo esperaban…

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Luis Coronado del Aguila

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